“No hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco” (Rom. 7:19-25) escribe Pablo de Tarso en la carta a los Romanos. Algunos filósofos se refieren a esta dicotomía como “debilidad de la voluntad”. Tres siglos más tarde, San Agustín explicaba que las consecuencias del misterioso pecado original eran nuestra dificultad para conocer la verdad y nuestra incapacidad para obrar el bien. Así las cosas, actuar correctamente, después de haber decidido, es un arte que implica considerar el contexto, visualizar distintas variables, remitirse a la opinión de otros y, si somos sinceros, todos erramos. La ética, esta acción que persigue el bien común, supone pues una paradoja: por un lado, estamos obligados a tomar decisiones adecuadas a sabiendas de que, por el otro, podemos fallar en el intento. Y, sin embargo, a pesar de que nos corresponde cargar con esta paradoja, se espera de cada uno de nosotros que tomemos decisiones justas con el otro, adecuadas a la gravedad de las circunstancias y oportunas para la resolución de los problemas que se suscitan.

El denominado Vacunagate, como todos los casos que emergen en este último tiempo, merece una pausada reflexión ética (imposible de abreviar en este espacio) para la que propongo tres reglas que, obviamente no pretenden ser absolutas:

1.- No conviene moralizar sin tener información razonable. El vacunagate ha hecho aparecer en la escena todo tipo de discursos moralizadores y que, a la vez, han exacerbado los sentimientos de encono y frustración. La tentación de moralizar es automática máxime cuando la COVID-19 golpea sin misericordia. Y aunque la experiencia de indefensión facilita el que todos moralicemos, hay que tomar conciencia de que hacerlo implica ponerse en una posición privilegiada que corre el riesgo de cometer una injusticia mayor que la que se reclama si no se toma el tiempo para meditar, ponderar, estudiar las circunstancias. Un juicio moral también compromete a quien lo hace.}

2.- Hay que mirar casos, personas y circunstancias. Contrariamente a lo que pensaríamos es muy probable que no todos los casos de los vacunados sean análogos o comparables. ¿Qué pasaría si hubiera al menos uno que actuó de buena fe (Gen. 18:20-31) y confiando en que había un ordenamiento claro y un protocolo informado? Obviamente, quienes detentaban la autoridad y el poder de decisión tendrán un mayor grado de responsabilidad, y aunque un principio ético declara que no podemos esperar ni exigir de nadie un acto heroico, tampoco será sencillo que estas autoridades eludan la responsabilidad política, incluso si el virus oscureció su juicio moral. Quien acepta una responsabilidad de envergadura tiene que saber que acepta a la vez hacerse cargo de mucho más que su propio destino. ¿Lo saben, lo comprenden con las entrañas, quienes se postulan para cargos públicos de gran relevancia?  

3.- La ética busca y crea el bien común. El bien común no es un objeto que está delante de nosotros esperando ser conquistado; si fuera así, bastaría ponerse de acuerdo y no habría mayor diferencia entre lo mejor y lo bueno. Nuestras decisiones, en la medida en que se realizan con la mente puesta en los otros y no en nuestros intereses, construyen este precioso bien. Hacer el bien, por lo tanto, supone romper con nuestro propio amor, querer e interés.

Y concluyo con un clamor. A pesar de que no estén de moda, y menos en el país, estas circunstancias junto a otras que vivimos últimamente demuestran la pertinencia de las ciencias humanas como aliadas de las ciencias duras. El desarrollo y el progreso requieren tanto de unas como de otras, promovamos este trabajo conjunto, de lo contrario seguiremos lamentando situaciones en las que el bien se convierte en un bien desconocido o esquivo.

Artículo publicado en RPP Noticias el 25/02/2021 y en la web de la Universidad Ruiz de Montoya