Escribe el P. Jorge Cabeza SJ,
coordinador del Apostolado Indígena de la Provincia Peruana
y subdirector del Colegio Fe y Alegría “Valentín Salegui SJ”.

Sumarnos a la misión en la Compañía de Jesús significa vivir un proceso vital, porque supone un constante encuentro con dinámicas profundas en la persona, que van desde el ánimo y deseo por servir, hasta las inquietudes propias de lo que significará sumarte a procesos nuevos, de caminos, de vida.

Sumarme al trabajo con los pueblos indígenas Awajún-Wampís me lleva a reconocer lo complejo de los procesos. Implica asumir preguntas que tocan el sentir: ¿realmente busco entender el mundo indígena?, ¿mi modo de relacionarme con ellos es realmente horizontal?, ¿cuáles son mis prejuicios y reservas con el mundo indígena?, ¿cuál es su experiencia de fe, su experiencia trascendental?, ¿cuál es la cosmovisión?,… ¿la valoro? Estas son preguntas que deben tocar la vida y el deseo de quien vivirá un encuentro con esta realidad.

Todo esto supone romper los esquemas que uno trae, para que surja la posibilidad de un encuentro real con el hombre, el espacio y la cultura. Se aprende que la vida sólo se palpa en el estar y el saber escuchar, porque la misión no sólo es un imperativo del estar, supone una disposición: reconocer que somos mundos de encuentro y complemento, que somos hermanos, que nos podemos tratar con muy buena intención en el servicio, pero que seguimos siendo ese “otro” lejano. Además, no nos engañemos, para ese otro mi modo de estar lo marco con mis reservas, las que me hacen ser categorizado como el de fuera, el mestizo.

Así en esta dinámica de encuentro, nuestros alumnos del colegio de Fe y Alegría Valentín Salegui (a orillas del río Marañón, en Amazonas) también llegan con vivencias comunitarias muy complejas, con necesidades tanto en lo afectivo, como en lo material. Con conflictos en un mundo que se les hace de nuevas exigencias para poder “estar”. El joven Awaruna-Wambisa también se ve afectado por esos “nuevos” códigos y necesidades, donde sus aspiraciones lo hacen soñar lejos de la tierra, donde a veces la educación formal le rompe pertenencias.

El mundo de la escucha aparece como un deber de encuentro, porque la educación supone acompañar al ser humano que se está formando constituyendo una identidad, un modo de valorar su propio “estar” en el mundo. Los referentes deben ser claros en el valor de su identidad, su cultura, su cosmovisión y su tradición: éstos son su fortaleza, son la matriz valorativa desde la cual se relacionará con el mundo de “los de afuera”.

Pero ¿hemos develado las preguntas que nos surgen en el encuentro? Las respuestas sólo cuajan cuando reconocemos que en igualdad de condiciones estamos conociendo mundos que necesariamente deben aprender a dialogar para conocerse y desde allí saberse partes indisolubles de una misma identidad.

El diálogo se inicia en el interior de cada uno, nuestro mundo de seguridades debe dar paso al deseo de aprender otras lógicas, otro mundo de sentido, significado y vida. Son los pasos a una misión que nos permite el reto de integrarnos, ser más hermanos.