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Columna publicada el el diario “El Comercio”, el lunes 18 de noviembre del 2013.
Por Richard Webb

El sacerdote jesuita José María García escribió Ausangate. En el libro comparte su vida de labor pastoral entre las comunidades de Quispicanchis, en Cusco. La narración descubre las costumbres y creencias de un mundo exótico para el citadino.

Impresiona la precariedad de la vida que describe. Una mujer da a luz anticipadamente, en las alturas. El padre envuelve al bebe, sin ropa y sangriento, en un poncho, y camina llevándolo dos horas al pueblo. Pero al llegar ya no hay nadie en la posta. Busca al párroco, pero éste ha salido. Finalmente consigue carro y lo llevan a Cusco, donde el bebe muere al llegar, de frío y hambre. Era el día de Navidad.

La inseguridad es grande, en parte por los abigeos, pero también por la crueldad del mundo oficial. El robo es constante, nadie los defiende, y cuando ellos mismos lo hacen, son castigados. Un día atrapan in fraganti a ladrones de ganado. La comunidad los enjuicia y ejecuta en el acto. Por ese hecho, la comunidad entera es acusada, y cumple la condena solidariamente, haciendo turnos en la cárcel. Otra vez un ladrón se lleva ocho lienzos de la iglesia, el tesoro venerado de la comunidad. Cuando reportan el incidente a las autoridades terminan ellos mismos acusados y arrestados. Pasan tres años entre cárcel y juicios que llegan hasta la Corte Suprema, con un costo inmenso para sus extenuadas vidas. Es la época del Gobierno Revolucionario de Velasco.

Al aislamiento se suma la pobreza y el frío. El autor se impresiona con una comunidad de pastores, más remota que otras, donde cuesta tres horas caminar de un extremo al otro. Quizás la pobreza del lugar los protegió de las haciendas, y el autor sospecha que esa independencia explicaría la personalidad abierta y confiada de la gente. “Cuando conversan te miran a los ojos, y no como en otros lugares, que cuando hablan miran al suelo o mueven la cabeza por todos lados.” Otra comunidad sí es ex-hacienda, pero el aislamiento extremo ha producido un fuerte individualismo. Los funcionarios de la reforma agraria los presionan para convertirse en comunidad registrada o en cooperativa, pero el autor es testigo de cómo logran evadir la presión con mañosas maniobras.

Hacia el final del relato, el autor destaca los cambios ocurridos desde su llegada en los años setenta. En 1996 observa cómo la gente ya no camina, por la abundancia de carros y caminos, a pesar de un viejo catequista de su parroquia que convencía a la comunidad para oponerse a la carretera, pues traería a ladrones y a las malas costumbres. El personal de la posta médica, que casi nunca llegaba, hoy visita y vacuna, y todos tienen luz y teléfono. Asistiendo a una fiesta, donde cantan “hapy verdi”, advierte que es como estar en Comas o Miraflores, que los mundos se han acercado, y pregunta, “¿será algo bueno o malo?

Pero el testimonio del autor es más reflexión que reportaje. Cada día su vida es una lucha para comprender y para acercarse a un mundo desconocido. Al final, lo que va descubriendo es más la esencial hermandad humana que las circunstanciales diferencias en las formas de vida.