Las protestas ciudadanas en Chile revelan que ha crecido la sensibilidad por la reivindicación de los derechos. Lo que hemos visto en Santiago es la expresión masiva del hartazgo y rebeldía contra un sistema que legitima la desigualdad.

Tal vez mi diagnóstico sociológico no sea muy fino, pero una de las características que definen los movimientos sociales de hoy es la insistente reivindicación de sus derechos. En este sentido, ha crecido progresivamente la sensibilidad con respecto de lo que “debe ser”. No se puede decir que esté bien ni mal; simplemente es. Esta característica tiene la ventaja de que cada vez es más difícil que a uno le den gato por liebre. Cuando era estudiante universitario, el menú de la cafetería era terrible, pero a nadie se le ocurría siquiera pensar que uno se podría quejar. Era lo que había. Imagino que no teníamos modo de comparar lo que teníamos con nada más; tampoco nos importaba hacerlo, después de todo lo que hacíamos en la universidad era estudiar. Una situación como esta, por banal que parezca, hoy puede suscitar la aparición de una asociación de comensales con el único fin de exigir una alimentación conveniente.

Esta sensibilidad explota también en los últimos meses en diferentes países de América Latina: Perú, Ecuador, Chile y Bolivia. No cabe duda de que las manifestaciones en Chile se han llevado el premio mayor. Después del desliz del presidente Piñera que habló de una guerra, los chilenos han mostrado que no se trata de cargarse al país, ni de una protesta más. Se trata de la expresión masiva del hartazgo que no tiene relación con la subida del pasaje del metro, ni con los ministros de estado. Se trata de la rebeldía contra un sistema que legitima la desigualdad y que mantiene a la fuerza el hiato entre los más pobres y los más ricos. Esta protesta parece toparse con un límite ya que cambiar un sistema no depende de un gobierno, ni de un presidente. Pero aun cuando no se cambie el sistema, mostrar que no funciona, gritar al cielo “el baile de los que sobran” es recordar incluso fuera de Chile que algo está mal; que no podemos seguir alimentando un modelo económico que se ha convertido en una esclavitud para la mayor parte de la humanidad.

Los estados ¿no pueden ejercer algún tipo de control sobre el sistema? ¿pueden existir mecanismos y mediaciones que no sean solo las subvenciones? ¿No se puede contener al sistema o romperlo apenas un poco sin perder la estabilidad de los estados y sin arriesgar el futuro de las naciones? Dos grandes especialistas en economía y en ética escribieron hace años y justo antes de la gran crisis del sistema económico y financiero en el 2009 un libro titulado “Veinte propuestas para reformar el capitalismo”. El libro denuncia los límites de un sistema que volverá a colapsar porque se topa con sus excesos y porque no existen bases humanas y éticas en su trasfondo; es un sistema sin rostro ¿Podremos escuchar voces proféticas que nos invitan a pensar y, sobre todo, que nos invitan a estar preparados para el colapso? A nadie le agradan los profetas agoreros o catastróficos, cierto, pero pensar el sistema supone formarse para ser mejores que el sistema.

P. Rafael Fernández, SJ
Docente principal de la Escuela de Filosofía de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya
Publicado en RPP Noticias (29/10/19)