Por varias razones la política aparece como el extremo opuesto de la ética. En el forcejeo político por el poder perdemos todos los ciudadanos. Sin embargo, la política también puede enfocarse en el bien común.

El mensaje del 28 de julio del Presidente de la República ha dejado a más de uno en un estado de perplejidad y entre algunos políticos un espíritu de irritación. Los días previos mostraban la desazón de la ciudadanía y del poder ejecutivo con respecto de un Congreso que conseguía “patear”, o interpretar a su manera, el pedido del Ejecutivo de avanzar hacia una reforma. Entre los ciudadanos circulaba la idea de que el Congrego usaba estratagemas políticas para hacer resistencia al Ejecutivo y a la lucha contra la corrupción porque entre los pedidos de revisión y de reforma se encontraba la posibilidad de permitir el levantamiento de la inmunidad parlamentaria por el poder judicial. Surgió entonces, entre muchos, no sé si en la mayoría, la idea de que el Presidente debía cerrar el Congreso. Esto se ha repetido, como si hubiéramos olvidado la atrocidad dictatorial ocurrida en el año 1992 cuando los ciudadanos requerían del Presidente exactamente lo mismo. Sin embargo, la salida que ha ofrecido el Presidente Vizcarra me parece que es no solo ingeniosa, sino además razonable. Quisiera explicarme en este sentido.

Lo primero es que este sucinto análisis se concentra en motivaciones éticas y no políticas. Por varias razones la política aparece como el extremo opuesto de la ética. A este respecto quiero traer a la memoria a Levinas para quien, en su primera gran obra de Totalidad e infinito, la política es el arte de vencer en la guerra a cualquier precio. Suspender las condiciones de la ética para vencer al eventual contrincante forma parte de lo “natural” en la política. El precio de tal ejercicio lo pagamos todos.

Lo segundo, la historia. Desde que se inauguró este gobierno con PPK hemos sido testigos de la rivalidad entre el Ejecutivo y el Legislativo. El forcejeo pareció convertirse en una riña de barrio entre matones cuando estos ya no saben por qué se enfrentan y solo priorizan la desvalorización y sometimiento del enemigo. Eso pasó con los poderes en el país y por supuesto quienes perdimos fuimos los ciudadanos de a pie.

Lo tercero, la finalidad. Aunque la tesis de Levinas evocada hace un instante parezca excesiva, de ella se puede concluir que el ejercicio político tiene entre manos el poder. Poder que puede consolarse narcisísticamente dando vueltas en torno de sí, pero que puede también enfocarse en el poder realizar lo necesario para que los demás vivan en mejores condiciones. La finalidad es la nación, el país y no el ego de los políticos que con frecuencia no han sido capaces de mirar más allá de sus propios intereses.

Lo cuarto, la decisión. Los especialistas legales han expresado que la propuesta del presidente Vizcarra del 28 de julio (otra cosa es si los tiempos planteados serán realizables). Pero parece que el Vizcarra actúa no solo en el marco de la ley, sino con el deseo de salir de una situación de entrampamiento. Y no lo hace “castigando” al Congreso, sino más bien sacrificando su propia continuidad. En el supuesto negado de que hubiera llegado a la conclusión de que el cargo le quedó grande, hasta parecería loable ofrecer esta salida porque devuelve a los peruanos y peruanas el poder a través de su voz y decisión propias. ¿Demagogia? ¿Populismo? Eso se apuran en decir los detractores que, en lugar de argumentar ad hominem, deberían considerar la decisión como tal con el fin de mejorarla y de ayudar a que el Perú continúe creciendo con la esperanza de reducir la corrupción, la pobreza y la violencia.

P. Rafael Fernández, SJ
Docente principal de la Escuela de Filosofía de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya
Publicado en RPP Noticias (31/07/19)