No cabe duda que muchas personas salvadoreñas, latinoamericanas y aún europeas, desde hace varios años, reconocen y veneran a Monseñor Oscar Romero como un santo, pero ¿qué significado tiene para ellos su canonización? Trataré de responder esta pregunta desde mi experiencia de haber convivido y trabajado con Mons. Romero, como su secretario de Asuntos Sociales, mientras fue Arzobispo de San Salvador.

Su canonización como reivindicación oficial de la Iglesia a él y a tantas otras víctimas promotoras de justicia

Me parece muy importante que el Papa Francisco reconozca oficialmente, ante el mundo, la santidad del Arzobispo Mártir, testimoniando que su vida fue una “imitación ejemplar de Cristo y es digna de la admiración de los fieles”. Esta reivindicación ha de ser también una oportunidad para dignificar a tantas personas que, como él, en cualquier lugar del mundo, han dado su vida promoviendo la justicia.

Este reconocimiento eclesial es necesario en su caso porque, lamentablemente, como lo declaró el mismo Papa, antes y después de su martirio Romero “fue difamado, calumniado y su nombre fue mancillado, incluso por sus hermanos en el sacerdocio y el episcopado”.

Estas calumnias provocaron que el Vaticano, a través de la Congregación para los Obispos, enviara en dos ocasiones (1978 y 1979) visitadores apostólicos a revisar el comportamiento de Mons. Romero como Arzobispo de San Salvador. El Papa nunca le pidió formalmente que se retractara de lo que hacía o decía, rechazó la solicitud de removerlo, pero sí le nombró un Obispo auxiliar con potestad plena y no cuestionó ni investigó a los Obispos que le acusaron. Gran mérito del cuestionado fue que, a pesar de todo ello, se haya mantenido unido al Papa y fiel a su lema episcopal “Sentir con la Iglesia”.

Las mismas calumnias lograron, después del Martirio de Monseñor, congelar en el Vaticano su proceso de beatificación, hasta que llegó al Pontificado Jorge Bergoglio.

Su canonización como motivación para que Obispos y presbíteros seamos auténticos Pastores, Profetas y Promotores del Reino de Dios

El Papa Francisco, en la carta de Beatificación del Obispo Mártir, nos da pie para que promovamos esta triple P como parte de la devoción a San Romero, al caracterizarlo como:

Pastor según el corazón de Cristo: Mons. Romero merece este calificativo no sólo porque dio la vida por sus ovejas, sino porque se entregó de lleno a conocerlas hasta llegar realmente a oler a oveja. Fue el primer Arzobispo que visitó todos los caseríos, aún los más remotos y pequeños de su Arquidiócesis. Celebró sus fiestas patronales, conviviendo con sus habitantes. Amó a sus ovejas y sus ovejas se sintieron amadas, escuchadas, comprendidas, protegidas, guiadas por su Pastor. Prueba de ello eran los cientos de cartas que recibía semanalmente, en las que le contaban sus penas, preocupaciones, aspiraciones, consultándoles sus dudas. Cartas que Monseñor se empeñó en contestar de forma personalizada. Para ello encargó a dos religiosas que le subrayaran los aspectos más importantes de cada una de ellas y ampliaran el breve comentario que él mismo escribía al margen.

Evangelizador y padre de los pobres: no cabe duda que Mons. Romero se ganó la conciencia y el corazón del pueblo salvadoreño mediante su predicación. Sus homilías dominicales, transmitidas por la Radio del Arzobispado (YSAX), fueron el programa radial de mayor audiencia en El Salvador. Su impacto tan determinante se debió, en parte, porque fue un excelente orador, pero sobre todo porque supo encarnar la Palabra en el aquí y ahora de su época y comunicarla en un lenguaje popular. Sus homilías dominicales constaban de tres partes: la explicación de las lecturas, el informe sobre su actividad pastoral semanal y el juicio profético sobre los principales sucesos de la semana a la luz del Evangelio y la doctrina social de la Iglesia. Cada una de estas partes las preparaba responsablemente: para la primera leía varios comentarios de exégetas y teólogos sobre los textos bíblicos, los meditaba para descubrir cómo podrían ser Buena Nueva en el presente; para la segunda, recogía las mociones experimentadas o los resultados obtenidos en las principales actividades pastorales que había tenido; para la tercera, el Arzobispo escuchaba atentamente los comentarios -no siempre coincidentes- de un grupo plural, acerca de las principales violaciones a los Derechos Humanos, rigurosamente verificadas por el Equipo de Tutela Legal del Arzobispado, y sobre los hechos de mayor relevancia acaecidos esa semana. Posteriormente, a solas y en oración, formulaba su propia opinión, desde las víctimas, pero con una actitud misericordiosa con los victimarios.

Por esta última parte, Mons. Romero realmente fue “la voz de los sin voz”, o la única voz que en aquella época podía denunciar lo que estaba sucediendo y anunciar algún motivo de esperanza.

Testigo heroico del Reino de Dios, Reino de justicia, fraternidad y paz: mucho se habla de la transformación progresiva que Mons. Romero tuvo después del asesinato del sacerdote jesuita Rutilio Grande. Desde mi punto de vista esta se debió a la forma cómo concibió y fue testigo del Reino de Dios. Dejó de contemplarlo abstractamente en el cielo para buscar instaurarlo concretamente en la tierra. Dejó de ser un mero espectador de la realidad social para ser un protagonista de la misma “desde y con” los empobrecidos.

Esta historización del Reino la promovió el Arzobispo mártir no sólo con su predicación profética, también lo hizo solicitando al Presidente de EEUU que dejara de apoyar militarmente al gobierno salvadoreño, mediando conflictos laborales, sociales y políticos, haciendo gestiones para liberar a los secuestrados, promoviendo la reconciliación nacional, dando asistencia humanitaria a personas necesitadas.

Su devoción como inspiración para el seguimiento a Jesús

El Papa Francisco, en su Exhortación Apostólica sobre el llamado a la Santidad en el Mundo Actual (Gaudete et exsultate), habla de “los santos de la puerta de al lado”, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios.

Si consideramos el ejemplo de Mons. Romero en el momento de su entrega total y definitiva, muy probablemente nos parecerá un modelo de santidad inalcanzable; pero si lo contemplamos en el proceso gradual de su gestación como testigo del Reino de Dios, fácilmente podremos sentirnos invitados a aprender mucho de él. Nos encontraremos con una persona que tiene sus limitaciones, como cualquiera de nosotros, sencilla, sensible a las necesidades de los demás, psicológica y fisiológicamente frágil, tímida, indecisa, temerosa, siempre en búsqueda de la voluntad divina, con una teología y piedad más bien tradicional. Hasta antes de ser Arzobispo fue un Pastor distante de su clero, poco apreciado por sus sacerdotes.

Lo que nos enseña Mons. Romero es que se dejó llevar, transformar, renovar por Dios; puso su confianza en Él; optó por seguir a Jesús dando lo mejor de sí, desinstalándose, encarnando la cercanía a los últimos, la pobreza, la entrega amorosa incondicional del Nazareno; se empeñó por construir, con Él, ese reino de amor, justicia y paz para todos; aprendió a irse superando, junto con su clero y su pueblo, para poder afrontar los desafíos, cada vez mayores, que la creciente crisis política salvadoreña le iba planteando. Todo ello posibilitó que la fortaleza y la misericordia divina se manifestarán en él, no obstante sus limitaciones personales. 

Por todo ello, el Papa Francisco en su carta del día de la Beatificación concluye:

“Quienes tengan a Monseñor Romero como amigo en la fe, quienes lo invoquen como protector e intercesor, quienes admiren su figura, encuentren en él fuerza y ánimo para construir el Reino de Dios, para comprometerse por un orden social más equitativo y digno”.

P. Rafael Moreno, SJ
Delegado para la Misión de la Conferencia de Provinciales jesuitas en América Latina y el Caribe.
Publicado en la edición N° 43 de la Revista INTERCAMBIO