Si hay algo que la historia de los abusos sexuales en la Iglesia nos está enseñando a los católicos, y ojalá a la humanidad en general, es que nunca el prestigio personal o institucional debe ser puesto por encima del bien de las víctimas de cualquier tipo de abuso. Haber hecho lo contrario ha desencadenado una práctica de impunidad que ha producido un mayor dolor en los que sufrieron el maltrato de su dignidad, y que ha causado un daño terrible a la credibilidad -que no es lo mismo que el prestigio- de la Iglesia como portadora del Evangelio.

Ciertamente, más allá de lo dicho por algunos grupos anticatólicos que buscan hacer aparecer a la Iglesia como un colectivo de abusadores, muchos entienden que en una institución planetaria como ésta puede ocurrir que algunos de sus miembros establezcan, por distintas razones, un comportamiento perverso; demás está decir a este respecto que tampoco otras instituciones fundamentales como la familia y la escuela están libres de esta realidad. Sin embargo, lo que para la mayoría de personas resulta indignante es cómo una institución centrada en valores como la fe, el amor y la misericordia, no ha podido, ante los abusos cometidos por sus miembros, tener una reacción más acorde con sus principios más básicos, ignorando más bien a las víctimas y permitiendo que las prácticas de abuso siguieran causando más daño a más personas.

Las razones de este comportamiento son sumamente complejas y pueden tener que ver, entre otras cosas, con el lugar marginal de la sexualidad en la doctrina cristiana, con el apego al poder en algunas autoridades eclesiales, también con la tardía consciencia social sobre los derechos de las mujeres y niños, e igualmente con esa falta de sentido de justicia que muchos experimentan ante personas cercanas que sin embargo han fallado. Pero lo que, a juzgar por la experiencia vivida en diferentes partes del mundo, parece ser una constante es esa inversión de valores que ha conducido a preferir el prestigio, y en el fondo el poder, a la dignidad de las personas. No podemos más que reconocer esto con vergüenza y apoyar al Papa en su lucha por la conversión de la Iglesia a las prioridades del Evangelio.

P. Deyvi Astudillo, SJ
Responsable de Vocaciones Jesuitas
Publicado el 1/10/2018 en el Diario La República