Siglos de civilización han elaborado catedrales de leyes que no han servido para extirpar al mal, ya se trate de corrupción (mal político), mentira (mal moral), envidia (mal espiritual) o violencia (mal social). En la tradición del cristianismo, el mal se personalizó en la figura mítica del diablo (el que divide), Belcebú (dios del estiércol), Satanás (el acusador bajo falso testimonio), entre otras denominaciones. Y, así, se ha intentado conjurar un hechizo que nos persigue cotidianamente.

San Agustín de Hipona se preguntaba: ¿de dónde viene el mal? Kant hablaba del “mal corazón” para explicar que, aunque venimos al mundo con una inclinación al bien, también lo hacemos con una propensión hacia el mal; san Pablo se exaspera interrogándose: ¿por qué no hago el bien que quiero sino el mal que aborrezco?

¿Se podrá decir que, hagamos lo que hagamos, estaremos atrapados por el mal? ¿Es inevitable? Viene a nuestra memoria que en la iglesia de San Juan Bautista de Huaro, en Quispicanchi, Cusco, en uno de los frescos, atribuido a Mateo Escalante, junto a su puerta principal, una horripilante bestia abre sus formidables fauces para engullir a los condenados al infierno; y lo peor de todo es que… ¡no son pocos!

Estas imágenes tendrían un fin pedagógico y crearían, además, una fantasía terrorífica que no pocas veces enderezaría a los descarriados devotos para volverlos en el recto camino. Pero esta enseñanza no es sincera porque el mal requiere una respuesta que haya hecho nido en la persona. La respuesta tampoco puede ser prestada por el vecino, sino que cada uno tiene que tener una determinación ante la posibilidad de hacer el mal. Y aunque muchos prefieran coquetear con el mal, no se debería pensar y menos decir “allá ellos” porque todo lo que ellos toquen será estiércol. Y si no queremos que el aire a nuestro alrededor se haga insoportable, hay que mirar al mal cara a cara y descubrirlo desde el momento en que se elabore.

El mal empieza a construirse cuando nuestra intención no es clara o cuando atiende a intereses que solemos llamar subalternos. Por eso la política es tan difícilmente evangelizable, porque vive de intereses subalternos. Pero, ojo, la política no se da solo en el ámbito público; ser político es un estilo de vida.

Los males que nos aquejan se deben, en parte, al rechazo a enfrentarnos al mal; lo hemos dejado convivir con nosotros porque no discernimos nuestros afectos. Así, empezamos a decir que queremos algo cuando en verdad buscamos otra cosa. Cierta ingenuidad hace creer que los sentimientos deben dejarse libres. Pero si es así, no debería sorprendernos que haya corrupción, feminicidios, violencia, entre otros males. Los afectos requieren límites, contención y orientación, de tal modo que se hagan creadores de relaciones y no terminen más bien por destruirlas.

P. Rafael Fernández, SJ
Decano de la Facultad de Filosofía, Educación y Ciencias Humanas de la UARM
Publicado el 11/06/2018