Citar la Biblia no siempre implica citar la palabra de Dios, porque su lectura está, a fin de cuentas, asociada a las intenciones del que la lee. La Biblia no es un texto neutro. No es un texto científico y nunca fue la pretensión de sus escritores que lo fuese. Ya Galileo decía que la Biblia no era para saber cómo funciona el cielo, sino para saber cómo llegar a él. En ese sentido, es análoga a otros textos de la sabiduría antigua. Como tal, recoge la memoria de un pueblo, dando forma a una identidad, a un proyecto, a un ideal de plenitud en el que, con esperanza, sueña todo colectivo humano.

Desde tiempos remotos, algo muy propio del ser humano ha salido a la superficie en toda cultura: la curiosidad por explicar el entorno y la audacia de trascender mediante la imaginación. Por ello solemos encontrar en estos viejos textos (como la Biblia, el Tao para los chinos, los Upanishads para los hindúes) algunas afirmaciones sobre la realidad que pasman por su “actualidad”. Pero ello no quiere decir que los antiguos tuvieran acceso a un conocimiento “científico” como el que hoy en día guía nuestra percepción de la realidad.

La Biblia recoge la memoria y la esperanza de un pueblo, poniéndolas en perspectiva trascendente, imaginando un mundo ideal. “Concluye” con el cumplimiento de la promesa de su historia: la “salvación” mediante la encarnación de Dios. Por ello, debe leerse desde esa clave interpretativa. Es la vida y el mensaje de Jesús que, para el creyente, revelan el sentido de todo el texto. Extraer citas de la Biblia y desligarlas de ese mensaje refleja una manipulación de su lectura que puede operar en sentidos contrarios a la voluntad de quienes la redactaron.

Está de más decir lo equívoco que es usar la Biblia para avalar actitudes y posturas que están muy lejos de la búsqueda de una sociedad vinculada por el amor, el respeto o la misericordia. Recurrir a algo tan “sagrado” como es la búsqueda de una humanidad justa, honesta y veraz solo puede venir de lecturas sesgadas por el miedo a la libertad y por los egos que ello produce. Ese carácter existencial de la Biblia hace que su interpretación esté vinculada a la interioridad y la experiencia de vida de aquel o aquella que la leen intentando cumplir su mensaje, antes que por el hecho de haber pasado por largos y sesudos estudios. No en vano el mismo Jesús se asombraba de cómo los más “pequeños” eran quienes realmente entendían su revelación, y no los “sabios” o “prudentes”. Esa sabiduría de los “simples” o la verdadera prudencia de los “locos por Cristo”, como decía Ignacio de Loyola, es aquella que permite entender con mirada simple pero profunda un texto como la Biblia.

No pretendamos hacer de la Biblia una enciclopedia naturalista; para eso existe un caudal de información que es necesario utilizar si queremos razonar adecuadamente para comprender nuestra naturaleza y actuar convenientemente en la sociedad que nos toque vivir. Pero tampoco pretendamos esgrimirla como arma moralista, en cruzadas de “pureza” que en realidad lo que hacen es dividir la humanidad. Nada más lejos de esa unidad entre lo sagrado y lo profano simbolizada por el velo del templo rasgándose luego de la muerte de Jesús en la cruz. La “pureza” para entender la Biblia se parece en realidad más a la actitud del niño que, confiado, curioso y con la audacia de una inocencia que nada teme pues no arrastra rencores, abre sus páginas sin prejuicios ni proyecciones.

La próxima vez que nos acerquemos a la Biblia, no la hagamos decir lo que no pretende. Al leerla, dejemos aflorar a ese niño que sigue vivo en nosotros para que resuene esa vieja esperanza de ver el mundo como el campo de plenitud y armonía que siempre será posible, gracias a nuestra fe en él.

P. Juan Dejo, SJ
Director de la Escuela de Posgrado de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya
Publicado por el diario El Comercio (15-04-2017)